domingo, 22 de mayo de 2011

LA COLOMBIA QUE SE TRAGÓ A JOAQUÍN

El caso de la entrega del periodista sueco, Joaquín Pérez Becerra, por el gobierno venezolano al Estado colombiano, ha revivido importantes episodios de la política adelantada por este último contra las organizaciones políticas y sociales progresistas que hacen vida en el vecino país.
Colombia tiene antecedentes nada honrosos en cuanto a violaciones a los DDHH de activistas y grupos políticos y sociales de diferentes espacios –obreros, campesinos, estudiantes, defensores de DDHH, intelectuales, periodistas y otros gremios– convertida en política de Estado en defensa de los intereses económicos de las clases dominantes, en alianza con el imperialismo norteamericano, tal como lo han denunciado organizaciones revolucionarias a nivel mundial.
A los Revolucionarios no lo detendrán los intereses oscuros del fascismo
Por ejemplo, uno de los hechos más controvertidos de la historia política colombiana es la llamada “Masacre de las Bananeras”, el 6 de diciembre de 1928, cuando una justa lucha de los trabajadores y trabajadoras de la United Fruit Company fue concluida con un baño de sangre producto de la acción de las Fuerzas Armadas.
Sin embargo, la violencia, especialmente armada, ha sido ejercida por el Estado colombiano mucho antes de la mencionada masacre. Desde la segunda mitad del siglo XIX eran conocidas las batallas entre liberales y conservadores, unos por mantenerse en el poder y otros por derrocar a sus adversarios. Desde luego, los más afectados eran contingentes incalculables de campesinos, muertos en incontables batallas durante esos años.
Como respuesta a la sistemática política de violencia armada desde el Estado colombiano, a partir de 1946, se organizaron grupos de resistencia liberales y comunistas en el seno del movimiento campesino; convertidos luego, en importantes grupos guerrilleros, la mayoría marxistas-leninistas, dispuestos a tomar el poder y acabar con la explotación, persecución y masacre de la burguesía contra el pueblo trabajador.


Hoy, importantes líderes políticos han pretendido ubicar la causa del conflicto social y armado colombiano en la aparición y mantenimiento de grupos guerrilleros revolucionarios, ante lo cual organizaciones progresistas colombianas han señalado que el Estado colombiano no necesita justificación alguna para ejercer la violencia contra el pueblo trabajador, ante el uso de bandas paramilitares financiadas directamente por el poder político dominante en colaboración con agentes económicos locales e internacionales y vinculados a las mafias del narcotráfico.
Tres eventos han dejado al descubierto esta política estatal: las masacres contra el Partido Comunista y la “Unión Patriótica” como movimiento político de amplio espectro democrático y popular, a finales de la década de los 80, las reiteradas denuncias contra los llamados “falsos positivos”, y la aparición de una de las mayores fosas comunes de Latinoamérica en La Macarena y otros lugares, en estos últimos años.
Los sucesos contra activistas políticos y sociales pertenecientes a la UP son ampliamente conocidos, lo que dejó al descubierto la libre actuación de los paramilitares con el apoyo abierto de la oligarquía colombiana. Cuatro candidatos presidenciales, congresistas, diputados, concejales, alcaldes y miles de líderes revolucionarios y sociales fueron asesinados mientras crecía el apoyo popular de las masas a una propuesta de transformación profunda de las desigualdades en Colombia. A todas luces, esta trampa montada por la burguesía, basada en la “lucha democrática por el poder”, debilitó profundamente a la izquierda colombiana.
Muchos de los sobrevivientes, entre los que se encuentra Joaquín Pérez Becerra, tuvieron que abandonar el país para salvar su vida, renunciando incluso a la nacionalidad colombiana.
Por otro lado, los “falsos positivos” han sido herramientas que buscan dar una buena imagen al gobierno colombiano, a través del supuesto éxito de su política de “lucha contra el terrorismo”, principal “huevito” del expresidente Álvaro Uribe Vélez, basado en el eufemismo de la “seguridad democrática”, alimentada por millones de dólares y tropas estadounidenses, política que continúa con el actual gobernante Juan Manuel Santos.
Campesinos, obreros, líderes populares, estudiantes y cualquier persona sospechosa de promover ideas progresistas es asesinada y presentada, en colaboración con las empresas de información, como guerrilleros dados de baja.
En mayo de 2010, Philip Alston, relator especial de la ONU para Ejecuciones Arbitrarias –o extrajudiciales- señaló luego de una investigación adelantada por ese despacho que “generalmente las víctimas fueron atraídas bajo falsas promesas por un reclutador hasta una zona remota donde eran asesinadas por soldados, que informaban luego que había muerto en combate” para después modificar la escena del crimen.
Antes de esa declaración, en enero, se descubrió una gran fosa común en el poblado de La Macarena, región del Meta, a 200 km al sur de Bogotá, la cual llegó para confirmar la macabra política estatal de ejecuciones extrajudiciales. Se calcula que aproximadamente 2.000 cuerpos no identificados se encontraban enterrados en ese lugar.
Jairo Ramírez, secretario del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos en Colombia, junto a una delegación de parlamentarios ingleses, señaló durante una visita a La Macarena que se encontraron cientos de placas de madera, con la inscripción “NN” con fechas desde 2005 hasta el 2010.
Ramírez agrega: "El comandante del Ejército nos dijo que eran guerrilleros dados de baja en combate, pero la gente de la región nos habla de multitud de líderes sociales, campesinos y defensores comunitarios que desaparecieron sin dejar rastro".
Después de este descubrimiento, se pudo conocer la existencia de más de mil fosas comunes en la misma condición, denunciados por las comunidades, pero en la mayoría de los casos se localizan gracias a las declaraciones de paramilitares presuntamente desmovilizados, quienes confiesan sus crímenes a cambio de rebajas en sus condenas.
Esto ha sido motivo suficiente para que decenas de organizaciones revolucionarias a nivel mundial continúen exigiendo la liberación de Joaquín Pérez Becerra, un perseguido político del Estado narcoparamilitar colombiano, acusado de “manchar” la imagen de los gobiernos de la burguesía colombiana.